Texto original de Jean Wagner, traducido del francés por Héctor Enrique Espinosa R.
“Berenice del lejano oeste”, con estas palabras saludó a El precio de un hombre (The naked spur) de Anthony Mann un crítico en el momento de su aparición en 1953. Verosímilmente se acordaba de este lugar común repetido por generaciones de maestros: Berenice es una obra en la que no pasa nada. En este sentido El señuelo (su título en Francia) es el western más depurado de Anthony Mann, en el que enfrentó más riesgos, reduciendo al mínimo toda espectacularidad de realización. A pesar de un violento y breve ataque de indios, que cualquier hombre tan hábil como Anthony Mann podría haber magnificado. Un depurado, sencillo y lineal recurso acerca de cinco hombres y una mujer. Se vigilan, se desafían, luchan, se abaten. Héroes tradicionales del western: el bueno, el malo y el peor. La acción: un viaje de lo más clásico. Las raíces del género se respetan: según toda apariencia es un western serial y por lo mismo nada le es parecido. Cada gesto, cada palabra da pie a que no parezca más que de Anthony Mann. Ante todo por la inflexibilidad que el autor ha impuesto al excelente guión de Sam Rolfe y Harold Jack Bloom (y no se trata ahora de los guionistas habituales de Mann): el caso del héroe principal es el ejemplo más sorprendente. Es el personaje que encarna James Stewart y con el cual retoma muchas variaciones en toda la serie de filmes en que colabora con Mann.
Este héroe es un hombre a ras de tierra. No es el americano brioso que combate por las nuevas tierras o que se impulsa por una gran idea. No es tampoco el bandido honorable coronado con un penacho romántico. Es un campesino testarudo, no completamente maligno, un hombre que ha recibido muchos golpes cuyas heridas no han cicatrizado jamás. Va por su camino trabajosamente, sin heroísmos, sin brillos. Es más precavido que sus adversarios. Pero no hace caso a nadie. Jamás cuenta con la piedad y aún menos con la amistad. Cuando acepta ayuda es mesurado y a menudo parece que no puede evitarlo. Por ejemplo, como no conoce a Jess Tate (Millard Mitchell) (y parece también que no siente envidia de compartir la recompensa). No tiene necesidad de mentirle: los actos le han probado que nunca se es suficientemente desconfiado.
En contraste sus dos adversarios son mucho más seductores: ciertamente menos que Ben Vandergot (Robert Ryan), el astuto bandido, o que Roy Anderson (Ralph Meeker), el viejo oficial inescrupuloso. Ambos exhiben la libertad y desenvoltura de los héroes tradicionales del western. Su ausencia de sentido moral se compensa por su valentía y humor, en una palabra son brillantes. No es que Howie (James Stewart) sea un antihéroe, sino que su heroísmo se coloca muy por encima basado en las cualidades artesanales mejor que en una cualidad formal (podría o debería verse como una clase de inclinación de Anthony Mann por quienes están fuera de su clase: él mismo debió llegar a las grandes producciones debiendo ser artesano en todas las etapas. Era uno de esos que tienen que hacer de todo para una película, desde la concepción hasta la primera copia). Esto es, seguro de una astucia dramática (así como su herida impulsa a Howie a la manera de un tema que ya encontraríamos en Hambre de venganza, pero una astucia que corresponde a una tendencia profunda en Anthony Mann.
Este aspecto laboral no quiere decir que las necesidades de Howie se vea agravada por la situación básica de El precio de un hombre: esto no es más que otra historia con fuerte sustrato. Para Roy, Jess o Howie el único interés en Ben es su valor de 5000 dólares. Si Howie siente escrúpulos (y los tiene: Ben debe ser regresado “muerto o vivo” y Howie pretende llevarlo vivo) no los demuestra. Será la joven mujer (Janet Leigh) quien expresará directamente sus intenciones. Igualmente, cuando se nos ha dicho que Anthony Mann ha querido mostrar “el rostro oculto de la violencia”, él mismo conviene en anunciar su propósito. Ciertamente Howie no busca la violencia por la violencia (como es el caso de Roy) pero tampoco la evita. No evita involucrarse en una situación generadora de violencia. Lo que cuenta es el dinero, de todas formas, y comprende todo lo que revela la violencia, sirve para conseguir el dinero. Por demás éste último factor ha tenido siempre gran importancia en los filmes de Anthony Mann. Por azar en Hombre del oeste, el crédito va a Gary Cooper, que será quien se apoye en sus sórdidos compinches, y, sobre todo, en Venganza mortal, en que la llegada de Henry Fonda al pueblo es una referencia a El precio de un hombre, Fonda es un hermano de Howie y su arribo al pueblo tiene una razón única, cobrar el dinero de la recompensa por el hombre que ya ha matado (más tarde, Fonda se revelará, también él, como un buen artesano de quien toda la fuerza y serenidad están fundadas en una perfecta “ciencia” de su oficio).
Lo admirable en El precio de un hombre no es en ese sentido; está en la deteatralización constante de la situación dramática. Tenemos cinco personajes de los que tres son fuertes en una situación en la cual, en bruto, reina la regla de las tres unidades. Según la dramaturgia tradicional las relaciones entre estos personajes podrían ser psicológicas (en cierto número de filmes, especialmente en Francia, éstos son todavía los esquemas que se utilizan con singular alegría de todos y cada uno). O, si aceptamos al personaje de Lina, indispensable a la vez para la tradición del género y para el equilibrio del guión, las motivaciones psicológicas no gobiernan jamás los actos de los protagonistas. Son cuatro bloques que, sin hablar jamás de moral, se rigen según una línea moral. Es su comportamiento –y solo ese comportamiento- lo que guía nuestra visión. Esta técnica conductista, que ciertamente nos parece natural hablando del cine (sabemos que es acerca de ello que Claude-Edmonde Moguy pudo fundamentar una teoría de la literatura estadunidense), es mucho menos común de lo que podríamos creer. (Como ocurre con el guión que no ha sido concebido como una obra literaria, sino funcionalmente para una creación cinematográfica).
Este rescate deviene de muchos factores. Por principio del género. Lo hemos dicho y repetido: Anthony Mann jamás ha querido hacer un superwestern, es decir una construcción artificial pretendiendo “mejorar” las razones originales del género (y cuando se le preguntó por la realización de Cimarrón, él lo sentía muy normal y a gusto hasta el punto que este filme, desde las secuencias previas, no se parece en nada a sus otras películas). Se ha plegado humildemente a las leyendas del género. Jamás intentó antes “mejorar” los esquemas tradicionales. Los malos son castigados, el anciano es la víctima más o menos inocente y el héroe es regenerado por la mujer. Por esto es que los westerns de Anthony Mann -y éste en especial- no se parecen a los de sus antecesores, y esto se debe a la mirada del director. Entre los puntos A y B, está el inicio y el final de una aventura muy conocida, y el caminante es el propio Anthony Mann.
Y esto solo se expresa por la puesta en escena y en seguida por la dirección de actores. Cuando Anthony Mann ha decidido hacer una serie de filmes con James Stewart como estrella, tenía una intención deliberada, justamente la de ilustrar una concepción nada convencional del héroe, esa de que hemos estado hablando. Las relaciones entre actores han sido modificadas aquí y Mann no se constriñe a un lirismo organizado en su puesta en escena y rodeando una banalidad física, sino que se interioriza en el conflicto merced a la fuerza de las cosas. El héroe no puede hacer gala de exhibicionismo y habrá de compensar esta carencia mediante el recurso de profesar una dimensión interior. Su victoria se convierte en un triunfo de la totalidad del ser.
Como sea esta puesta en escena se organiza cuando menos en torno del decorado que Anthony Mann ha escogido cuidadosamente. El papel del torrente que ritma cada secuencia resulta esencial. Mann, como ya había hecho en Tierra y esperanza, por ejemplo, se muestra como un cineasta del agua. El hombre se integra en su elemento en virtud de esta cualidad artesanal del héroe. Uno de los grandes atributos en este tipo de héroes su perfecto ajuste con los elementos: Roy sumergiéndose en el torrente constituye un acto de valor pero es un error que Howie no cometerá. Esta es una de las fuerzas mayores en los filmes de Mann: la naturaleza jamás es rebasada. Se integra al conflicto de los personajes. André Bazin decía que para Mann el ideal era mostrar durante noventa minutos a un hombre a caballo en un escenario escarpado. También que este sujeto se reducía a su expresión más sencilla siendo sujeto en sí.
Extraño destino este de Anthony Mann: tras una serie de películas honestas (y artesanales), crea toda una serie de westerns que podrían ser los más bellos del género. Mas al revisarlos, mejor que percibirlos anclados a una realidad mitológica que no es separada de su autor. Mann es el último gran creador del western clásico. Después de él este género, a pesar de algunas resurgencias (El valle del fugitivo de Polonski, por ejemplo) es pura dinamita en sentido múltiple. De inmediato, si exceptuamos a El Cid, Anthony Mann se ha perdido los retos de la superproducción y no ha retomado su riqueza creativa. En el momento de su muerte nos ha dicho que tenía la intensión de regresar al western de bajo presupuesto. Pero la serie que inició con La puerta del Diablo y culmina con El precio de un hombre y Brindis de sangre antes de acabar con Cimarrón, es suficiente para asegurar la vitalidad de este director de escena bastante modesto y todavía mal conocido.
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